Que de entre todas las vueltas que di aquella noche, acabé
una vez más en tu regazo, con tu mano acariciando mi cuello y retirándome el
pelo hacia la nuca, mis debilidades. No estábamos solos del todo, nos acompaña
una fría lluvia de madrugada. Y al final de tantas copas y de bailes, me dejé
vencer. Esa noche tuve mérito, porque había sacado la fuerza de evitarte en
todo momento, de no mirarte y de fumar a solas. Pero sabes jugar, y sabes cómo
jugármela.
Y en ese portal estábamos solos, mirando con recelo de
quienes pasaban por nuestro lado quitándonos nuestros momentos. Y en ese
portal, con la lluvia de fondo, con las luces de las farolas iluminándonos los
ojos y al compás de las gotas me pediste un beso. La negativa fue inmediata, no
entendías cuánto había progresado esa noche. Pero me mirabas como siempre, con
esos ojos que hacía míos las noches de jueves que te robaba. Me volviste a
pedir ese beso una vez más, y yo, que estaba deseando rendirme, me contuve una
vez más, eras tan complicado. Te supliqué que no insistieras, te insistí que no
eras mío. Y tú, en tu más tierna cabezonería lo intentaste una vez más. ¿Qué
sentido tiene amar a una persona cuando estás sentado en un portal
pidiendo besos a escondidas? No tenía sentido, ni lo tiene para mí. Y aún así
nos seguimos guiando por nuestros impulsos. Esos malditos impulsos que roban el
aire y erizan la piel. Y por un impulso una vez más, acabaste empujándome.
Fue entonces cuando en ese portal, esperando a que la lluvia
nos dejase solos, acabaron mis labios pegados a tus besos. Otra vez.
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