jueves, 16 de diciembre de 2010

Amanece, que no es poco



Las seis de la mañana. Debido a la carnicería que está teniendo lugar en mi dormitorio a manos de mi hermano, el Asesino de Mosquitos me hallo en la terraza contemplando no solo las picaduras que esos malditos “chupasangre” (y no hablo de vampiros) me han hecho y que también nos han privado de nuestro sueño; sino también las olas del mar y sobre todo el horizonte a punto de recibir al sol.

El amanecer es algo diferente: es el fin de las noches, es la victoria del orgulloso sol sobre la luna, el fin del encuentro entre amantes. Se puede ver en cualquier parte, pero ver el sol rasgar el mar y abrirse paso entre las olas… es algo muy extraordinario.
¿Cómo describirlo? Quizás sea por la perfecta armonía que guardan los colores del amanecer. O puede que sea por lo a gusto que estaría contemplando el espectáculo desde la cómoda y cálida arena de la playa, y no desde una escueta hamaca a punto de quebrarse. O también sea por las sombras y los reflejos que este maldito sol impone al escenario. No lo sé, pero todo es excepcionalmente bello.

Adoro ver amanecer, para mí es un lujo que desgraciadamente el sueño y la ebriedad hacen inasequible, pero siempre que tengo la oportunidad, disfruto de cada segundo y de las olas que surgen en los suspiros de esos segundos.
No puedo decir que prefiera el día a la noche, es un hecho que a todos nos gusta caminar con la luna. Pero nadie puede negar la magia de ver amanecer.
Es un momento que puedes hacer tuyo o de todos, pero no deja de ser tu momento. El momento meterte en el mar y bailar entre las olas al compás de los rayos del sol o de huir, correr y esconderte de ellos para siempre.

Es nuestra decisión, si vivir el momento o no.

¡Ya no aguanto más este “sindios”! ¡Necesito volver a soñar con las olas! ¡Quiero dejarme llevar por ellas!