Las seis de la mañana. Debido a la carnicería que está teniendo lugar en mi dormitorio a manos de mi hermano, el Asesino de Mosquitos me hallo en la terraza contemplando no solo las picaduras que esos malditos “chupasangre” (y no hablo de vampiros) me han hecho y que también nos han privado de nuestro sueño; sino también las olas del mar y sobre todo el horizonte a punto de recibir al sol.

¿Cómo describirlo? Quizás sea por la perfecta armonía que guardan los colores del amanecer. O puede que sea por lo a gusto que estaría contemplando el espectáculo desde la cómoda y cálida arena de la playa, y no desde una escueta hamaca a punto de quebrarse. O también sea por las sombras y los reflejos que este maldito sol impone al escenario. No lo sé, pero todo es excepcionalmente bello.
Adoro ver amanecer, para mí es un lujo que desgraciadamente el sueño y la ebriedad hacen inasequible, pero siempre que tengo la oportunidad, disfruto de cada segundo y de las olas que surgen en los suspiros de esos segundos.
No puedo decir que prefiera el día a la noche, es un hecho que a todos nos gusta caminar con la luna. Pero nadie puede negar la magia de ver amanecer.
Es un momento que puedes hacer tuyo o de todos, pero no deja de ser tu momento. El momento meterte en el mar y bailar entre las olas al compás de los rayos del sol o de huir, correr y esconderte de ellos para siempre.
Es nuestra decisión, si vivir el momento o no.
¡Ya no aguanto más este “sindios”! ¡Necesito volver a soñar con las olas! ¡Quiero dejarme llevar por ellas!
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