lunes, 18 de marzo de 2013

Los monstruos sólo salen al amanecer


Cuando era pequeña tenía miedos, como cualquier niño que todavía no ha salido a la calle sólo, ni ha cruzado de acera sin separarse del brazo de sus padres. Pero ¿qué miedo puede tener una niña? Tenía terror por la oscuridad, por eso siempre necesitaba una luz para quedarme dormida. La oscuridad me daba inseguridad, me hacía vulnerable, y era el escenario idóneo por donde pasaban a escena los monstruos. Tenía miedo de todas las sombras que se cernían en mi habitación. Cerraba los ojos cuando oía crujir las maderas de mi cama, me cubría con las sábanas cuando imaginaba que la puerta se cerraba. Eran mis monstruos especiales, los que no existían, los que se colaban por la puerta de mi imaginación y me llenaban de pesadillas los mejores sueños.

Ahora que tengo uso de razón, ahora que llevo saliendo a la calle más que entro por mi casa;  yo, que no miro antes de cruzar, que odio el despertador como la luna que odia los rayos de sol que la empujan al abismo, tengo otros monstruos. Estos no son feos, ya no me da miedo su aspecto, temo más por el daño que me hacen cuando los invito a mi cama. Temo más sus miradas que a la propia oscuridad. Mis nuevos fantasmas son los recuerdos del pasado que vuelve sin avisar. Ya no me aterrorizan las noches, temo más los amaneceres que las siguen como perros. Me dan ahora más miedo las sombras que se ciernen a través de las rendijas que cedo al sol para despertarme.

Adoro las noches, son ellas las que me traen las mejores sonrisas. Pero he aprendido a temer los monstruos que me acosan al amanecer. Sus nombres no me atrevo a pronunciar, pero los llaman remordimiento y dolor. El primero viene por sorpresa, me tira de la cama y me devuelve a un suelo frío. El segundo viene después, para recordarme que en el suelo se duerme mal y que las caídas duelen y sangran.

Mis nuevos monstruos me desangran, tejen hileras de mentiras y de sombras. Se burlan de mí, se alimentan de mi miedo. Son el tormento antes de echarme en la cama, o mientras estoy despegando los párpados. No tienen calma, siempre están sobre mi espalda y no quieren irse.

Temo que se hayan acomodado demasiado con mi desgracia. Despojarme de ellos es ahora una utopía, pero cada vez los miro más a los ojos. No debo ser tan vulnerable si sé mirar a la cara al miedo. Si la niña de antes venció a todos su fantasmas, ¿por qué no sabría yo liquidar a mis monstruos del amanecer?

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