Cuando era pequeña tenía miedos, como cualquier niño que
todavía no ha salido a la calle sólo, ni ha cruzado de acera sin separarse del
brazo de sus padres. Pero ¿qué miedo puede tener una niña? Tenía terror por la oscuridad,
por eso siempre necesitaba una luz para quedarme dormida. La oscuridad me daba
inseguridad, me hacía vulnerable, y era el escenario idóneo por donde pasaban a
escena los monstruos. Tenía miedo de todas las sombras que se cernían en mi
habitación. Cerraba los ojos cuando oía crujir las maderas de mi cama, me
cubría con las sábanas cuando imaginaba que la puerta se cerraba. Eran mis
monstruos especiales, los que no existían, los que se colaban por la puerta de
mi imaginación y me llenaban de pesadillas los mejores sueños.

Adoro las noches, son ellas las que me traen las mejores
sonrisas. Pero he aprendido a temer los monstruos que me acosan al amanecer. Sus
nombres no me atrevo a pronunciar, pero los llaman remordimiento y dolor. El primero
viene por sorpresa, me tira de la cama y me devuelve a un suelo frío. El segundo
viene después, para recordarme que en el suelo se duerme mal y que las caídas
duelen y sangran.
Mis nuevos monstruos me desangran, tejen hileras de mentiras
y de sombras. Se burlan de mí, se alimentan de mi miedo. Son el tormento antes
de echarme en la cama, o mientras estoy despegando los párpados. No tienen
calma, siempre están sobre mi espalda y no quieren irse.
Temo que se hayan acomodado demasiado con mi desgracia. Despojarme
de ellos es ahora una utopía, pero cada vez los miro más a los ojos. No debo
ser tan vulnerable si sé mirar a la cara al miedo. Si la niña de antes venció a
todos su fantasmas, ¿por qué no sabría yo liquidar a mis monstruos del
amanecer?
No hay comentarios:
Publicar un comentario